Búsqueda de otros gatos







miércoles, 15 de octubre de 2008

La inmadurez...

...El vaso subió de nuevo hacia los labios resecos por el humo del café. Si el mundo fuera capaz de contarse por los suspiros de ciertos bares no habría números acercados a tal respuesta. En definitiva la mente a veces también necesita suspirar, recoger aire, liberarse de los malos recuerdos que atenazan sus esquinas oscuras. El suspiro de la mente es de un tono gris azulado, una nube de silencios que rodean a sujetos malvividos y que los acompañan hasta altas horas de la madrugada cuando el origen de toda desesperanza vacía las copas de los sitios en los que una vez ambos fueron felices.

-Póngame otro whisky, doble y sin favor.

El camarero le miró con desprecio. Un borracho desgraciado más, qué importaba, el mecanicismo de un camarero es algo necesario. Ellos fueron los primeros psicólogos sin duda. Doctos en vidas y problemas ajenos rellenando las copas del olvido a atormentados bohemios y demás especies nocturnas.

-¿Es usted de por acá? preguntó el camarero tratando de ser amable.

-Soy, bueno ser no somos más que un mero espejismo de lo que fuimos, pero en definitiva creo que sigo siendo algo parecido a una nostalgia. El camarero se quedó observándolo gravemente escrutando una mirada hueca que parecía llena de ausencias prójimas.

-Escuche, Buenos Aires es algo más que una ciudad, es un conjunto de respuestas escondidas en las calles, un cúmulo de adióses y despedidas que conforman esta estrofa que es la pérdida de toda cordura. Por cierto, ¿cómo se llama?

-Solían llamarme Lecci, pero hace mucho ya que nadie me recuerda. Pasé varios años olvidado colgado de una pinza con la esperanza de que un día consiguiera caer de nuevo, y caí, y todo era distinto, las calles, los cafés, las emociones, todo.

-Las cosas siempre pueden ir peor ¿verdad?

-El caso es que son mejores, es la ruptura del alma de todo pensador. Es gracioso sin duda pensar que después de todo lo que creímos como cierto, las cosas pueden llegar a ser distintas.

El camarero recogió el último sorbo que Lecci había dejado en el vaso. No muchas veces se conocía a una persona tan particular como ésta.

-Por último, ¿Cómo te llamabas?

-Mario.

Tras aquel encuentro Lecci recogió lo que quedaba de él y se marchó mientras el mundo volvía a caer sobre su espalda. La chaqueta estaba ya tan manchada de la tinta que se precipitaba desde las nubes que a veces uno podía leer pequeños versos de aquel pobre diablo tan empeñado en desaparecer...