Búsqueda de otros gatos







jueves, 25 de septiembre de 2008

II


Tras la puerta sólo quedó una oscuridad infinita, una sensación de pérdida que ahogaba a Antonio hasta el interior de sus pensamientos. –Mañana me traigo una linterna, ya podrían haber hecho alguna ventana a la boca del infierno. Parece que hoy en día hasta al Diablo le cuesta llegar a fin de mes. No me extraña, será la edad. Respiró hondo de nuevo, y esta vez la oscuridad comenzó a disiparse como con vergüenza de sentirse descubierta. Las paredes eran de un azul añil que hacía resucitar los recuerdos más antiguos de nuestro amigo. Eran recuerdos de la infancia, recuerdos con olor a café y a papel fotográfico llenos de caras en blanco y negro, de paisajes olvidados entre la piel de los bolsillos. –Hay que ver que la terapia para volverse loco comienza incluso antes de tumbarse en el diván. – ¡Ya, ya Antonio! No hay tiempo para vivir entre nostalgias, déjate de papeles amarillos que la vida sigue aunque nos duela.

–Lo malo no es que la vida siga, imbécil, no lo entiendes, lo malo de todo es que aunque la vida siga el dolor se estanca, se pudre, se envenena. El dolor es una muerte; silenciosa muerte. Uno no puede deambular por la vida sin dolor, eso aún no está inventado, de hecho es imposible, hasta los payasos lloran a veces, ¿sabes? Cada carcajada está cargada de una tiniebla atroz, de una mirada oscura.

El hecho de que nuestro Antonio acostumbrase a hablar consigo mismo era uno de los muchos síntomas que preocupaban al psiquiatra. Principios de esquizofrenia apuntaba con el lápiz de grafito marca Remembrance. Había veces en las que el cuaderno quedaba tan rayado que más que una hoja se asemejaba a un sueño, a un entresijo de problemas y galimatías que en definitiva componían su vida. –Es una costumbre que me quedó de cuando vivía en Buenos Aires. Sepa que uno puede combatir la soledad de dos maneras: O hablándole al papel, o hablándose a uno mismo. De lo primero me cansé hace ya muchos años. – ¿Es usted escritor? Antonio torció el gesto con tristeza. –Eso fue hace mucho. No era escritor, bueno en realidad me dedicaba a trazar vidas grises con una pluma. – ¿Y no ha vuelto a escribir? –Quizá le sorprenda, pero a decir verdad conseguí establecer una estrecha relación con uno de mis personajes. Resultó ser alguien inesperado y en definitiva me hizo ver que no tenía ningún derecho a dirigir sus vidas a golpe de tinta. –Suena un poco al Realismo Mágico ¿no cree Antonio? - ¿Mágico? Yo diría que el realismo mágico siempre fue la expresión envidiosa de occidente. En Suramérica las cosas son así de algún modo. Nuevo, maravilloso pero no mágico. Sin embargo Europa es un gran museo, un cuadro triste en el que nunca cambia nada. Sus trazos se resquebrajan, se secan. Ya nada queda más que el recuerdo de otras épocas.

Volvamos a las escaleras, al otro lado de la puerta se escuchaba el repiqueteo de pasos, un cacarear de huesos que se acercaban al timbre junto al numero 6 del marco. Toc, toc. Silencio. Toc, toc, toc. -¡Antonio llame al timbre! ¡Todas las semanas la misma cantinela! Para eso lo instalé, para que no me resquebrajasen la pintura con los nudillos. –Así sabe que soy yo quien llama. Lo hago por usted Dr. Ordetti. Contestó Antonio irónico. El picaporte se torció hacia un lado y la puerta dejó tras de sí una bata blanca de largas barbas y gafas redondas. La figura del Dr. Ordetti Candaval parecía sacada del más puro cubismo. –Hoy se parece usted más que nunca a Max Estrella, ¿cómo logra pintarse de forma diferente cada día? La semana pasada tenía un rostro impresionista. ¿Por qué no sale a la calle a venderse? No se preocupe que cuando la prostitución es arte no se considera delito. –Déjese de insultos poéticos Antonio que hoy tengo mucho trabajo. Siéntese en el diván mientras relleno el formulario. Sujeto de estudio: Antonio Calero, edad: cuarenta y siete años, tiempo de terap… El susurro se perdió entre las paredes. Antonio escrutaba la clínica como quien observa un cuadro expuesto en un museo. Sentado, en silencio, esperando que el cuadro se presente con su voz de lienzo. La habitación era blanca, a la derecha se abría una estantería de madera rojiza llena de libros de medicina: Anatomía Humana, La mente y el psicoanálisis, El lenguaje del cuerpo. Libros azules, rojos, verdes, incoloros. A la izquierda de la clínica la mesa de estudio se extendía entre Antonio y el Dr. Ordetti. La mesa era azul y sobre ella se peleaban por salir a flote los historiales de cientos y cientos de pacientes que habían puesto sus esperanzas en la piel de un diván con diploma.

La silla giratoria del psiquiatra se giró hacia la figura curvada de Antonio con un quejido acusador. –Vamos a ver, ¿cómo se encuentra hoy? –Hoy. Sonrió. Hoy no dejaría que el aire penetrase en mis pulmones con la esperanza de desterrarme al olvido. Hoy hasta mi reflejo me dio la espalda al peinarse. No sé, será que me estoy quedando calvo. –Mire, yo no soy poeta, soy un hombre de ciencias, dígame simplemente si siente menos ansiedad que la semana pasada. Con las pastillas que le receté debería sentirse mucho mejor. –No sé, pregúntele a la alcantarilla de la esquina que me pidió limosna y le di lo primero que me vino a la mano. –Antonio, esto es serio, si no me hace caso nunca podrá sobreponerse a la depresión. -¿Cómo voy a hacerle caso a alguien que no entiende más allá de lo meramente real? En la vida hay muchas vidas, es algo que deberían haberle enseñado en la facultad de Psicología amigo mío. Uno no puede ceñirse sólo a lo que pasa por debajo de las suelas de sus zapatos. –Si es usted tan listo ¿para qué viene a mi consulta? Antonio amagó una respuesta que finalmente se perdió entre los dientes, dejó su sombra en el diván y recorrió paso a paso el espacio entre la locura y la puerta de la clínica. -¿Dónde iremos a parar? Dijo Antonio con una voz que dejó tras de sí el golpe inconfundible de la desgana.

El sabor de la derrota comenzó a derramarse escaleras abajo. Uno a uno nuestro amigo fue dejando atrás meses de terapia y de medicamentos. –Ya te lo dije, fue una tontería haber venido. Un escritor viniendo a la cola de un psiquiátrico. ¡Pero por favor! ¿En qué estabas pensando? Mírate, ¿qué te ha pasado? Nunca debiste haber dejado Buenos Aires. –Déjame, recuerda que uno no puede deambular sin dolor. Abrió la puerta y se alejó tras un devenir de lluvia y tráfico.


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